Llevo muchos años convencido de
que una buena comunicación se basa en tres pilares fundamentales, tres troncos
de los que pueden salir varias ramificaciones: la claridad, la credibilidad y
el corazón (las emociones). Las tres “C” de la comunicación.
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En estos tiempos, en los que se nos
viene advirtiendo de una “nueva” normalidad, eufemismo admitido para avisar que
las cosas van a cambiar, nos guste o no, tengo la amarga sensación de que una
nueva normalidad en la comunicación política e institucional se quiere abrir
paso. Y, ojalá, me equivoque.
Las ramas de esos troncos, claridad,
credibilidad y corazón, crecían proporcionando relato, entretenimiento y valor
emocional a liderazgos, partidos, gobiernos y asuntos públicos. Medios de
comunicación interviniendo en la gestión pública e interpretando la esfera
pública desde la “objetividad” editorial y la lealtad democrática. Estrategias
de comunicación política que partían de escuchar y respetar a la gente.
Comunicación institucional elaborada sobre el estudio de qué se tiene que
decir, la elección del concepto y relato que se va a contar, y la determinación
de los objetivos por los que se quiere luchar.
Persuasión, pedagogía,
sensibilización, movilización, han constituido conceptos perseguibles con el
buen uso de la comunicación política, con el loable objetivo de conseguir la
cohesión social.
Sin embargo, o yo estoy viviendo
un mal sueño, o de repente, la comunicación política e institucional instalada
en nuestra democracia, parece que se dirige a una “nueva” normalidad.
Una normalidad que contempla el
vaciamiento de lo emocional frente a lo sensiblero, donde transformamos los
muertos y el dolor de decenas de miles de familias, la extenuación y el riesgo
de los sanitarios o las colas de miles de personas ante los bancos de alimentos,
en números y estadísticas frías, aplausos y vídeos caseros alienantes o el
orgullo coyuntural de una solidaridad ciudadana obligatoria.
Se trata de una “nueva”
normalidad donde prima la correa de la financiación en unos medios de
comunicación convertidos en herramientas propagandísticas, despojados de todo
freno ético y estético.
Avanzamos hacia unas estrategias
de comunicación política donde ya no se escucha ni se respeta a la gente porque
el poder (y la crisis) legitima todos y cada uno de los pasos propuestos en
favor del pueblo desprotegido e ignorante.
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La comunicación institucional camina
por senderos donde sus portavoces no saben qué tienen que decir, quizás porque
el objetivo perseguido sea inconfesable. Los relatos son simples guiones más o
menos épicos que buscan las tripas más que los valores.
Persuasión, pedagogía,
sensibilización, movilización quedan, normalmente, huérfanas de patrocinadores
que encuentran más rédito en la división, el frentismo o la superioridad moral.
Pareciera que la búsqueda de la cohesión social no fuera ya objetivo ni de
políticos ni de instituciones.
Estas ramas descritas en los
párrafos anteriores, difícilmente pueden nacer de los troncos de la claridad,
la credibilidad y el corazón. Y no se trata sólo de una mala gestión de la
crisis y su comunicación. Parece algo más profundo. Ojalá me equivoque. Ojalá
sea un mal sueño.